Paul Auster, un escritor superestrella, un novelista sin Nobel y un amante del cine

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

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El autor estadounidense de 77 años murió ayer tras una larga lucha contra un cáncer de pulmón

01 may 2024 . Actualizado a las 18:31 h.

A Paul Auster (Newark, 1947-Brooklyn, 2024), se lo ha llevado un cáncer de pulmón siendo aún relativamente joven. 77 años tenía. No hace ni siete meses que se publicó la novela Baumgartner, ahora condenada para siempre a ser recordada como su réquiem. Su hálito final sobre la página.

Esta frase se ha dicho sobre tantos escritores que casi suena a tópico hueco. «Se ha muerto Paul Auster, y se ha muerto sin premio Nobel» —era uno de esos con la etiqueta de «eterno candidato», que casi da más lustre que el galardón en sí, porque te mantiene en la conversación para siempre—. Lo mismo dijeron de su camarada de Newark Phillip Roth y lo mismo dirán (todo parece indicar) de Murakami. Se ha muerto Paul Auster, sin Nobel pero con muchas novelas. Y muchos lectores. Y hasta con pelis. Porque, aunque no muchos se acuerden, hizo también pelis. Escritor de raza como era, sus mayores aportaciones al cine fueron, es natural, en el campo del guion. No porque fuera muy prolífico, pues firmó solo tres —aunque en realidad hizo tres y medio y un corto—. La importancia de su peripecia tras las cámaras, considerada poco más que un pie de página, una curiosidad biográfica, reside en la relevancia no tanto de sus resultados como de sus intenciones.

Auster, habiéndolo hecho ya todo con las palabras y teniendo al mundo (literario) lavándole los pies con agua y jabón, quiso expandir el universo de sus maquinaciones íntimas por un medio diferente, en algunas cosas más completo. El de la imagen en movimiento.

Primero hizo un tanteo. Metió el dedo gordo en el agua para comprobar la temperatura. Se alió con el director hongkonés Wayne Wang y, a medias, —«tú la música y yo la letra»— materializó el que sería su primer pinito y, a un tiempo, su cumbre en la disciplina, Smoke. Una cinta que parece, verdaderamente, una novela —una suya, claro—. El escenario era un estanco de su Brooklyn. Hasta el protagonista era un tipo de su Brooklyn. Harvey Keitel, con el que luego hizo un tándem curioso en Blue in the face y Lulu on the bridge (estas sí, dirigidas o codirigidas por él). Y más o menos hasta ahí su intento de colonizar la forma de expresión vecina. No lo consiguió del todo, pero ahí quedó la aventura como un bonito acople a su vastísima obra. No está de más recordarlo ahora, en su final, cuando todos se acuerdan casi en exclusiva (y muy entendiblemente) de su faceta principal, la de los libros.

Una celebridad, un estudioso

Hacía frases como el zapatero zapatos y el churrero churros. Con naturalidad y oficio. De ese hacer virtuosismos como si nada nació el revestido místico que lo acompañaba a todas partes. Como un Mick Jagger de la pluma, allá donde iba tenía una cola de admiradores que, con lágrimas de emoción asomando, le decían «Señor Auster, ¿me lo firma por favor?» o «Señor Auster, soy fan. ¡Soy tan fan!». Y él se solía mostrar solícito dentro de las fronteras de lo razonable. Era una superestrella sin pajarería alguna en el seso. Él solo quería contar sus cosas, y sus devotos solo querían escucharlo y leerlo.

Se lo consideró siempre una voz accesible. Un novelista de las masas que, sin embargo, dejaba entrever profundidades misteriosas de tarde en tarde, recordando que, además de tener un ingenio entretenidísimo, también era un erudito del lenguaje y de algunas cosas más. Antes de ser un James Dean de la metáfora, el punto y la coma, fue un estudioso de la literatura inglesa (materia en la que se especializó en la neoyorquiba Universidad de Columbia).

Le costó flotar sin manguitos en el bravo y muchas veces antipático mar de la industria editorial. Pero a fuerza de insistir, sabedor de que el talento suyo estaba ahí aunque los cazatalentos sin mucho talento se negaran a verlo, consiguió completar el parto de sus primeros hitos. La ciudad de cristal (1985), por ejemplo. Pieza más o menos temprana que sería el primer ladrillo de su Trilogía de Nueva York —completada por Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986)—.

También hacía rimas. De hecho, su debut fue lírico, no narrativo. Con el (este sí, tempranísimo) poemario Unearth (1974).

Y ensayó, ensayó mucho. Firmó ejercicios autobiográficos, como La invención de la soledad. Otros historiográficos, como el que le dedicó a la vida y hazañas del Stephen Crane (un Indiana Jones de la vida real). Como buen intelectual neoyorquino —aunque fuera de adopción—, no tuvo miedo de significarse políticamente. Y, como buen soñador, hizo campañas a la contra. Contra Trump y contra China y contra todos los que él consideraba enemigos de la libertad y la conciencia. Porque sin libertad no hay libres. Libres como él. Libres que escriben y de vez en cuando dirigen aunque sea con acierto más discreto.

Se ha muerto Paul Auster sin Nobel. Pero se llevó el aplauso del público, que no es la consolación, sino el premio principal.