Isabel Quintanilla en el Thyssen

José Cancio

OPINIÓN

La Fundación Thyssen-Bornemisza es una de las que participan en el estudio sobre la filantropía privada en España
La Fundación Thyssen-Bornemisza es una de las que participan en el estudio sobre la filantropía privada en España AITOR MARTIN | EFE

04 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Por fin aparecieron mis hijos, nos habíamos citado en las puertas del Congreso a las tres y media de la tarde. Y después de saludarnos nos pusimos en marcha a paso decidido con idea visitar en el Thyssen la exposición temporal dedicada a Isabel (Maribel) Quintanilla. No había transcurrido un cuarto de hora, cuando traspasábamos con expectación la noble verja del museo, sorprendidos ante la inexistencia de las habituales colas. Tampoco tuvimos que esperar en el filtro de seguridad para acceder al gran hall. 

Las obras que fuimos descubriendo al principio del itinerario eran más que un digno homenaje a los vasos Duralex. Interpretados mediante doce ejemplos desde diferentes ángulos y variadas técnicas, pretendían transmitirnos que lo intrascendente y cotidiano forma parte de nuestras vidas si uno es capaz de reconocerse en las pequeñas cosas. Tras esa primera impresión nuestros ojos se fueron trasladando a óleos de una traza más comprometida, donde las perspectivas urbanas, sobre todo una vista de Roma majestuosamente apaisada, colocada con devoción en un lienzo frontal de pared, empezaron a rivalizar con escenas de la intimidad hogareña expresadas con la máxima asepsia. En los rincones y pequeños espacios domésticos que Isabel desnudaba a nuestra curiosidad, las mesas, sillas, libros y objetos de escritorio se dejaban bañar por la luz cónica proyectada desde un modesto flexo dispuesto hábilmente para conseguir un efectista claroscuro. Vulgares radiadores sin el menor interés artístico, baldas de cristal en baños como los de cualquier casa ocupadas por cachivaches de higiene y maquillaje, un melancólico lavabo perdido en una pared, un patio en cuyo suelo reposan hojas indefensas, a merced del viento. Hace falta mucho talento para indagar en la esencia de lo prosaico y elevarlo a la categoría de arte

En el repertorio de Isabel, la figura humana, como también tiene por norma el resto de integrantes de la escuela realista madrileña, nunca aparece visible, simplemente se insinúa su presencia a través de objetos vinculados al uso cotidiano: el teléfono, el bolígrafo, el libro, un folio. Las alusiones directas a la nocturnidad y la solemnidad inconsistente el dedal, llegamos a saber que pretenden una tierna evocación de los quehaceres de su madre, costurera de profesión, obligada a prolongar de noche sus labores. La ventana como símbolo es otro de los motivos recurrentes de la escuela madrileña, se diría que lo acordaron para marcar un sello inconfundible que la distinga. La consideran una interesante estrategia para impulsar la vida desde dentro, una saludable membrana donde la ósmosis entre el mundano exterior y el recoleto intramuros se manifiesta de forma imperceptible gracias a la interposición transparente del vidrio. 

A escasa distancia, casi sin empezar a movernos, reclamaban nuestra atención una serie de escenas protagonizadas por elementos vegetales de un verde brillante muy personal. Higueras, alhelíes, uvas, destacaban su imagen sobre fondos levemente anaranjados o sobre el crudo gris de las paredes de hormigón. En ese culto al color impetuoso pero al mismo tiempo contenido, el dominio técnico de Isabel y su capacidad para adentrarnos en su mundo íntimo volvían a quedar en evidencia.  

Los paisajes no es necesario que sean especialmente bellos o representen naturalezas de impactante influjo visual, pudimos contemplar cómo  la mansa llanura castellana o extremeña que a pocos pintores les motiva (B. Palencia, Ortega Muñoz…), es capaz de despertarnos emociones cuando se ofrece con sincera expresividad, sin otro recurso pictórico que darle libertad a los pinceles. Los campos de tonalidades uniformes, donde el verde es un poco amarillento y el amarillo un poco verdoso, aparecen lamidos por una luz tratada con delicadeza que no siempre parece auténtica pero que atrae en busca de la causa real de la seducción. 

Fue un acierto venir, nos dijimos al abandonar el museo hora y media más tarde. Tal vez volvamos.